Reportage
“Yo lo decapité”
« Soy responsable de la decapitación del agente norteamericano Nicolas Berg, del coreano Kim Sun-il y de los espías iraquíes al servicio del enemigo ». El hombre que está frente a mí vestido con una dishdasha blanca tiene 30 años, lleva una barba negra corta y tiene un aire de poca apertura. Ante mi consternación Abu Rashid se echa a reír: « Mire dos veces seguidas el disco con la decapitación de Berg que le di y va a ver que se va a ir acostumbrando », me aconseja justo antes de invitarme a asistir a la próxima. Mi intérprete y yo estamos en Faluya, el primer territorio « liberado » de Irak en donde los norteamericanos ya no entran. Una fatwa reciente autoriza matar periodistas extranjeros sin que medie proceso. En el barrio de al-Yolán, presentado como el cuartel general de esos « combatientes extranjeros » -los árabes no iraquíes que han venido a participar contra los norteamericanos- que estarían poniendo a sangre y fuego a Irak. Son las 5 de la tarde y, en la sala de esta casa que salió ilesa de los bombardeos norteamericanos, unos 15 jefes de la tendencia más dura de los muyahidines escuchan respetuosamente a su jefe mientras reivindica ante una extranjera las ejecuciones que han traumatizado al mundo entero.
Algunos contactos establecidos desde el sitio de Faluya, en abril, me habían permitido entrever que ocurriría este encuentro con Abu Rashid (1), el jefe de la asamblea de los muyahidines locales. Nos bastó con estar acompañados por uno de sus lugartenientes para que los combatientes y los militares de los retenes que se hallan por todos los barrios bajen la mirada sin hacer preguntas mientras saludan respetuosamente a quien representa al hombre fuerte del nuevo « emirato wahabita » de Irak. Pero Abu Rashid es mucho más que el primero entre los muyahidines de una ciudad cuyo nombre hace helar la sangre de los norteamericanos. Ante los jefes de guerra de Faluya, aquel que sus hombres han apodado « el hombre de acero » se presenta como uno de los emires de Tawid wal Yijad (Unificación y Guerra Santa), el movimiento que los norteamericanos vinculan con Abu Musab al-Zarkaui y con la nebulosa Al Qaeda.
Mientras que Abu Rashid explica su « deber de matar » se recuerdan los alaridos de Nick Berg, el rehén norteamericano que agonizaba mientras sus verdugos se encarnizaban laboriosamente sobre su cuerpo acurrucado: « ¿Sabe usted? Cuando decapitamos, le sacamos gusto », se empeña en explicarnos en inglés uno de los hombres sentados a la derecha del emir. Corre un murmullo de desaprobación. La atmósfera está glacial. Abu Rashid le pone la mano sobre el hombro y le ordena callarse. Prefiere evocar para nosotros a Safia Bint al-Mutailib, aquella heroína del Islam que, durante la batalla de la Meca contra los judíos decapitó a uno de los hombres venidos a atacarla. « No secuestramos para asustar a los que retenemos, corrige, sino para ejercer presiones sobre los países que ayudan o se aprestan a ayudar a los norteamericanos. ¿En qué están pensando quienes vienen a un país ocupado? Pactan con Estados Unidos a nombre de sus intereses comerciales. Pero sus contratos están manchados de sangre iraquí.¿Debemos acaso cruzarnos de brazos mientras nos asesinan? No es cosa buena andar decapitando; pero funciona. En los combates, los norteamericanos tiemblan. Mire, además, la justa reacción de los filipinos. Gracias a su actitud, que nos permitió liberar a nuestro rehén, pudimos demostrarle al mundo que nosotros también amamos la paz y la clemencia. Por otra parte, intenté negociar el intercambio de Berg por prisioneros. Fueron los norteamericanos los que rehusaron. Son ellos los responsables de su muerte. »
Aunque fue miembro de la guardia más cercana de Saddam, Abu Rashid odia al ex dictador, que lo hizo encarcelar porque pertenecía a un partido islamista. Cuando salió de su cautiverio, Abu Rashid intentó ir a Afganistán para pelear contra los norteamericanos. Demasiado tarde. La desbandada de los talibanes lo sorprendió en la frontera iraní. Sin embargo dice que obtuvo lecciones de la historia: « Comprendimos que en la división estaba nuestra derrota. Por eso creamos el consejo de los muyahidines ». En ese consejo de 13 jefes de combatientes, las tareas se reparten. Algunos se dedican a vigilar al enemigo, mientras otros se encargan del apoyo logístico. Algunos cortan las líneas de los norteamericanos, disparan sobre sus convoyes. Otros se encargan de los secuestros. Al jefe le corresponde una tarea suplementaria: ejecutar a los falsos combatientes que utilizan sus armas para aterrorizar y desvalijar a la población de Faluya. Según Abu Rashid, fue el final del sitio de Faluya, el 29 de abril de 2004, lo que federó a los grupúsculos de combatientes en la aglomeración que vino a convertirse en la capital de la resistencia. « Para la comunidad musulmana, el odio que los norteamericanos le tienen a Faluya se convirtió en el símbolo del odio al Islam », resume el jeque.
Desde entonces aquí se centralizan las negociaciones sobre los secuestros y se organizan los atentados. El próximo objetivo es intensificar los ataques simultáneos « para mostrar mejor nuestra unión y nuestra fuerza ». Dos jefes , uno de Hoseiba en la frontera con Siria y otro de Haditha, a 250 kilómetros de Bagdad, llegan a la sala. Abrazan respetuosamente al emir, entrechocan sus hombros al estilo beduino. Y se ponen una cita de ‘trabajo’.
Nada exaspera más a los muyahidines iraquíes salafistas que el preguntarles si los combatientes extranjeros, aquellos a quienes llaman « los árabes », han tomado el control de la lucha. « Es una mentira de los norteamericanos, responde fulminante Abu Rashid. Somos los iraquíes quienes estamos al mando de nuestra ciudad y que planificamos la resistencia en el país. Los combatientes ‘árabes’ vinieron a ayudarnos. Faluya se convirtió en un símbolo. El punto de partida de la reconquista. Entonces, sí; los acogemos ¿por qué no? Los norteamericanos tienen sus aliados ». Sin embargo, en el DVD de las operaciones de Tawid wa Yijad (Unificación y Guerra Santa) que usted nos hizo llegar a varios periodistas hace algunas semanas en Bagdad, la mayoría de los atentados suicidas filmados fueron realizados por esos ‘combatientes extranjeros’. -Pues sí, es que convertirse en shajid constituye el acto supremo de fe. Los iraquíes no han logrado aún ese grado de fervor. Sin embargo, poco a poco han comenzado a imitar a sus hermanos ‘árabes’. El emir lamenta reconocer que los árabes tienen aún lecciones de fe que administrarles a sus compatriotas.
-En cuanto a Abu Musab al-Zarkaui, el lugarteniente jordano de Ben Laden, ¿es él quien planea todos los atentados, como piensan los norteamericanos? -En Faluya no hay ningún Zarkaui. ¿En otro lado? No le quiero mentir y por lo tanto le contestaré que tal vez está en alguna parte de Irak. Sin embargo, lo más importante es que hoy, en Faluya, todos somos Zarkaui. Y todos los iraquíes son unos Ben Laden. -¿Y cuándo cesarán el combate? -Cuando cese la ocupación y se instaure la ley musulmana en Irak. Hasta que ello ocurra, ningún país musulmán del mundo conocerá la paz.
Varios rehenes han sufrido el pánico máximo de tener el cuchillo del verdugo en su cuello. Cuatro norteamericanos han sido decapitados.
Antes de acompañarnos a la salida, Abu Rashid desea entregarnos solemnemente un mensaje dirigido a Jacques Chirac y a George W. Bush. Nos despide con una advertencia que ofrece en tono esforzadamente amable: « No hagan nada en esta ciudad sin venir a pedirme primero permiso ». Ahmed no forma parte del grupo Unificación y Guerra Santa; pero de vez en cuando le da una mano al grupo Zarkaui en materia de logística. Como aquel día de enero de 2004 en que fue a buscar el cuerpo de uno de los « mártires’ saudíes que acababan de hacerse volar a la altura del puente de Jaldiya ». Envidia a aquellos que tienen el valor de convertirse en ‘mártires’. « Yo también, cuando no disponga de más armas, iré a hacerme volar ».
De una delgadez extrema, con la cara hundida en medio de una larga barba negra, Ahmed muestra cansancio por el implacable calor de julio. No hay ventiladores. No hay agua fresca a mano. En Faluya, desde el sitio de la ciudad ocurrido en abril, solamente hay dos o tres horas de electricidad al día. Nos cuenta cómo son los turnos de guardia contra el « demonio norteamericano », la cacería de espías, que -de creérsele- son numerosos en la ciudad: »Cuando Napoleón llegó a Egipto estaba acompañado por expertos como Champollion. ¿Por qué no hicieron lo mismo los norteamericanos? Prefirieron colocarse en manos de iraquíes traidores que pueden espiarnos ».
Como esa falsa limosnera que iba de puerta en puerta ‘marcando’ las casas de los combatientes. « Tuvimos que decapitarla y descuartizarla para que fuera un caso ejemplar ».. Al lado del canapé tropezamos con armas rusas, Kalachnikov viejas. « Esos son los juguetes de los niños, sonríe Ahmed, con condescendencia. Aquí se aprende a disparar desde la infancia. Es el regalo que, sin saberlo, nos hizo Saddam al enrolarnos desde nuestra edad más tierna en los campos de entrenamiento ». Como para ilustrar las palabras de su padre, uno de sus hijos, de 7 años, arma la ametralladora con gran habilidad. Durante las batallas de abril ayudó mucho actuando como vigía, llevando y trayendo mensajes. Su madre, con el rostro cubierto con un velo blanco, lo mira con orgullo. Desde las revelaciones sobre las torturas en la prisión de Abu Ghraib, ella también presenta las decapitaciones de rehenes como una justa venganza: « Uno de mis tíos pasó más de un año en Abu Ghraib. Jamás sabremos si fue torturado o violado. Preferiría morir antes que decírnoslo ». Nos subimos todos al carro de Mazen, el lugarteniente de Abu Rashid. Su radio transmite las melodías de una oración cantada, la única música que de ahora en adelante está autorizada en Faluya. Mazen es un escultor de 35 años que tiene la cara redonda de un niño. Sin embargo, su mirada cerrada y dura contradice la dulzura de sus rasgos. Nos conduce con orgullo por su ciudad, que está bajo el control de ‘su’ grupo. A su paso se lee la reverencia sobre los rostros. Los soldados iraquíes se apuran responder a sus preguntas. Uno tiene la impresión de andar en el carro del gobernante de la ciudad.
Faluya, ’emirato wahhabita’ de Irak. Entre dos bombardeos norteamericanos la ciudad vive a ritmo islámico. Y del Islam más rigorista que hay. Durante el asedio, los locales del Partido Islámico, que era considerado demasiado dispuesto a negociar un cese del fuego con los norteamericanos, fueron bombardeados por estos muyahidines que en la actualidad dominan en Faluya. Sobre los muros polvorientos cuelgan por doquier los « decretos de Alá, el que autorizó la victoria »: prohibición de beber alcohol, de maquillarse, de cortarse el cabello al estilo occidental, invitación a denunciar a los extranjeros. En las calles, las escasas mujeres que uno se cruza tienen el rostro cubierto con un espeso velo de crepé negro y llevan las manos ocultas en guantes. Algunos habitantes viven aún en tiendas frente a sus casas destruidas. Otros, que recibieron compensaciones de parte de los norteamericanos, están reconstruyendo sus hogares. La vida recomienza, pero esta vez bajo vigilancia. Los muyahidines son omnipresentes. Y son acatados. Inclusive por los ‘soldados’ del nuevo poder iraquí, los que en principio deberían garantizar bajo el comando del general Mohamed Latif y con la policía y la guardia nacional la seguridad de todos en la ciudad más peligrosa de Irak.
Durante nuestro ‘paseo’ a través de la ciudad, todo muestra en efecto que los muyahidines suplantaron a los generales baasistas gracias a los cuales los norteamericanos habían pensado controlar el epicentro de la resistencia. En cada cruce los militares iraquíes y los policías están flanqueados por muyahidines, que visiblemente los están controlando. « Tienen que pedirnos permiso para detener a cualquier persona, confirma Mazen, quien reconoce que los combatientes esperan el momento propicio para deshacerse de esos militares. « Pero observe lo segura que es la ciudad desde que estamos aquí. Antes cada comerciante tenía que gastar 2.000 dinares iraquíes en guardaespaldas. Hoy podemos dejar abiertas las puertas de las casas. Algunos tratan de mostrar a los combatientes como extorsionistas que viven del temor que les infunden a los habitantes; pero eso no es cierto. Y a los que se portan mal los ejecutamos ».
Reina un extraño ambiente en las calles de Faluya, en cuyos andenes hay más hombres armados, uniformados, informantes de los distintos grupos de combatientes que simples ciudadanos. Todo el mundo se espía mutuamente. Al acercarnos al pequeño puente de hierro de la ciudad en donde, tan solo hace dos meses, recuerdo haber visto en compañía del fotógrafo Stanley Greene, los cuerpos carbonizados de guardias privados norteamericanos levantados a patadas y cuchilladas por la turba; dos soldados iraquíes de la guardia nacional, con sus boinas rojas caladas hasta las cejas se mantienen petrificados. Miran con inquietud dos camionetas pick-up blancas armadas de ametralladoras que pasan a toda velocidad. A bordo de ellas hay muyahidines blandiendo sus armas. « Aquí estaba el triángulo de las Bermudas, sonríe orgullosamente Mazen evocando la última batalla. Los soldados norteamericanos no estaban dispuestos a perder sus vidas para conquistar Faluya. Nosotros, por nuestra parte, amamos la vida tanto como ellos la muerte ».
El sitio de Faluya en abril fue para los salfistas iraquíes lo que el 11 de septiembre para Ben Laden: su primera gran victoria sobre el enemigo norteamericano.
Mazen, quien participó en las negociaciones con el estado mayor de la coalición, explica con deleite cómo los norteamericanos cedieron en casi todo y Faluya, por el contrario, no otorgó prácticamente nada. « No entregamos a los responsables de la muerte de los cuatro espías norteamericanos. Tampoco entregamos nuestras armas. Ellos tuvieron que retirar sus tropas, compensar a los dos tercios de las familias afectadas y abandonar su centro de mando en el hospital. Lo único que nos pidieron y que les concedimos fue dejarlos ganar la batalla de medios. Entonces vinieron y filmaron su entrada en la ciudad; pero tuvieron que hacerlo en vehículos Humvee y no en tanques como lo pidieron inicialmente. ». A las puertas de la mezquita, S., lugarteniente del movimiento Unificación y Guerra Santa, nos conduce donde se encuentra el imam al-Yanabi. En cinco minutos logra para nosotros una entrevista con el religioso más celebrado y controvertido de la ciudad. Es la personificación del malvado -el bad guy- para los norteamericanos. En la nueva jerarquía del emirato muyahid, el hombre que nos están presentando como el « sheij Yasin » iraquí es el líder político y religioso, en tanto que Abu Rashid es el líder militar. El imam al-Yanabi es mucho más joven que el difunto guía del Hamas palestino; pero tiene la misma barba sal y pimienta, así como su perfil aguileño y su inquietante serenidad. Los habitantes lo presentan como el jefe de los takfiri, los combatientes más extremistas, tanto extranjeros como iraquíes, vinculados con organizaciones árabes extranjeras. Se divierte con el hecho de que en la última carta dirigida por el ex administrador norteamericano Paul Bremer al primer ministro iraquí Iyad Alaui haya tenido por objeto la solicitud de su captura « vivo o muerto ».
¿Tiene usted miedo de los norteamericanos? « En esta vida, no somos más que arrendatarios y aspiro ver mi última morada », responde el doctor en ley islámica. Algunos acusan al sheij Yanabi de ser el responsable del asesinato de seis camioneros chiitas de Bagdad cuyos cuerpos fueron devueltos a sus familias con el pago de un « impuesto a los muyahidines ». Sin embargo, el imam rehúsa aceptar la responsabilidad de esos asesinatos que crearon tensiones entre las comunidades chiita y sunita: « Ejecutamos espías todo el tiempo, de modo que le diría si también hubiera matado a esos. ».
Bajo la dictadura de Saddam, el sulfuroso imam debió prohibir la prédica durante siete años. « Yo decía todo lo que pensaba de él. Al igual que digo hoy en día todo lo que pienso acerca del primer ministro Alaui: no vale la suela de mis zapatos.Si hubiera sido un ‘iraquí’ hubiera abierto una página bien distinta en Faluya. Pero no. Incita a los norteamericanos a lanzar sus ataques que matan a nuestras mujeres e hijos ».
Según el sheij Yanabi, los norteamericanos invadieron Irak únicamente para poder lanzar su ‘cruzada’ contra Faluya, la ciudad más islamizada de Irak. « Aquí mismo destruyeron la puerta de la mezquita a punta de dinamita, dejaron las huellas de sus zapatos sobre el Corán y estuvieron mirando a nuestras mujeres con sus binoculares, cosa que para nosotros es algo peor que la muerte ». Así describe el sheij el prolongado calvario de los habitantes de su ciudad, hasta el momento de la « batalla santa por Faluya »: « Fue entonces cuando ángeles a caballo bajaron del cielo, mientras que las armas continuaron disparando durante horas sin que tuviéramos que recargarlas, y que surgieron arañas de olor nauseabundo que atacaban a los soldados norteamericanos, especialmente a aquellos que utilizaban sus binoculares malditos… ».Mientras el imam le va dando forma a la epopeya del mito fundador de Faluya, primera victoria del yijad en Irak, unos 40 combatientes irrumpen gritando en el patio de la mezquita. Traen consigo cuatro cuerpos ensangrentados, atrozmente mutilados, que depositan sobre sábanas blancas a las puertas del imam. Pronto las sábanas rezuman sangre. Mazen sale para prevenir a Abu Rashid. Regresa temblando de ira. Según él, los cuatro combatientes fueron abatidos por los norteamericanos, quienes luego degollaron los cadáveres y les cortaron las manos. El imam Janbi no ha dirigido una sola mirada hacia el patio. Recuerda que ya en una prédica había anunciado en 1996 que Irak saldría de su letargo cuando Estados Unidos invadiera al país. « Ese día llegó y marcó el comienzo del fin para el imperio norteamericano, el cual va a desgarrarse de manera más perdurable aún que el Irak de hoy. Es la justicia de Alá que está llegando a la Tierra. Ella destruye a los dictadores. Saddam y luego Bush y los norteamericanos. En Irak, en Estados Unidos, por doquiera que estén serán destruidos ».
(1) Todos los nombres de muyahidines fueron cambiados.
Sara Daniel